PSICOLOGIA › SIMONE
WEIL HABLA DE “LA CONDICION OBRERA”
El horror del trabajo
Bajo la
organización social del trabajo, “el deseo se encuentra sujeto a un mal desnudo
y sin velo. El alma se encuentra entonces presa de horror”, sostuvo Simone Weil
y, en 1942, señaló la “metafísica mentirosa” de una sociedad “que propone a
todos, casi día a día, cosas nuevas que esperar y que desear”.
Por Simone Weil *
Existe
en la labor manual y, en general, en todo tipo de tarea de ejecución, que es al
fin y al cabo el trabajo propiamente dicho, un elemento irreductible de servidumbre
que incluso una perfecta equidad social no conseguiría hacer desaparecer. Este
elemento surge como consecuencia del hecho de que la ejecución viene gobernada
por la necesidad y no por la finalidad. Se efectúa a causa de la necesidad, no
en vistas a hacer un bien “porque hay que ganarse la vida”, como vulgarmente
dicen los que pasan su existencia en él. Se aporta un esfuerzo, al término del
cual, desde cualquier punto de vista, no se tendrá más de lo que ya se tiene;
y, en cambio, sin este esfuerzo se perdería incluso lo poco que se tiene.
Pero en la
naturaleza humana no existe para el esfuerzo otra fuente que el deseo. Y no
pertenece al hombre desear lo que ya tiene. El deseo es una orientación, un
principio de movimiento dirigido hacia alguna cosa, el movimiento hacia un
punto en el cual no se está. Si el movimiento, apenas empezado, se desarrolla
en torno del punto de partida, al igual que lo hace la ardilla en la jaula, o
como lo puede hacer un condenado en su celda, este girar continuamente conduce
de manera rápida al agotamiento.
El agotamiento, el
cansancio y el fastidio constituyen la gran tentación de todos los que
trabajan, sobre todo de los que están en condiciones inhumanas, pero incluso de
los otros, que están situados de forma algo mejor y a veces, también, esta
misma tentación hiere a los mejores.
Existir no es un
fin en sí para el hombre; es solamente el soporte de todos los bienes; tanto da
que sean verdaderos o falsos. Los bienes se añaden a la existencia. Cuando
desaparecen, cuando la existencia ya no viene adornada por bien alguno, cuando
está desnuda, no guarda ya ninguna relación con el bien e incluso es un mal. Y
lo es en el momento mismo en que se sustituye a todos los bienes ausentes y se
transforma en sí misma, constituyéndose la existencia en el único fin, el único
objeto del deseo. El deseo del alma se encuentra, en tal caso, sujeto a un mal
desnudo y sin velo. El alma se encuentra entonces presa de horror.
Este horror es
aquel mismo que se da en el momento concreto en que una violencia inminente
viene a infligir a alguien la muerte. Este momento de horror se prolongaba en
otros tiempos, durante toda la vida, para todo aquel que, desarmado por la
espada del vencedor, no era muerto como consecuencia de la derrota. A cambio de
la vida que se le dejaba mantener, el infeliz debía agotar en la esclavitud sus
energías en esfuerzos continuos, a lo largo del día, de todos los días, sin
poder esperar nada, sino el no ser muerto ni flagelado. Tampoco podía perseguir
otro bien que el de existir. Los antiguos decían que el día en que a un hombre
lo habían hecho esclavo le habían quitado la mitad de su alma.
Pero toda
condición humana en la cual una persona se encuentra necesariamente en la misma
situación el último día de un período de un mes, de unos años, de veinte años
de esfuerzos, que el primer día en que se comienza, guarda cierta semejanza con
la esclavitud. La semejanza consiste en la imposibilidad de hacer otra cosa
distinta de la que ya se hace, de no poder orientar el esfuerzo hacia la adquisición
de un bien. Se realizan únicamente esfuerzos para subsistir.
Todo es
interminable en esta existencia; su finalidad no se ve por parte alguna: la
cosa fabricada es un medio; alguna cosa que será vendida. ¿Quién puede hacer de
ella su bien? La materia, la herramienta, el cuerpo del trabajador, su alma,
son asimismo medios para la fabricación. La necesidad está por todas partes, el
bien no se encuentra en parte alguna.
No hay que buscar
en otras partes las causas de la desmoralización del pueblo. La causa está ahí,
es permanente, es esencial a la condición del trabajo.
Lo que sí debe
hacerse es buscar las causas que, en épocas anteriores, impidieron que la
desmoralización se produjese. Veamos: una gran inercia moral, un gran esfuerzo
físico que convierte el mismo esfuerzo en algo casi insensible permite soportar
este vacío. De otra forma, hacen falta compensaciones. La ambición de otra
condición social para uno mismo o para los hijos es, por ejemplo, una de ellas.
Los placeres fáciles y violentos constituyen otra compensación: compensación de
la misma naturaleza, tanto da que sea el ensueño en lugar de la ambición.
El domingo es el
día en que se quiere olvidar que existe una necesidad de trabajo. Para ello hay
que gastar dinero. Es preciso estar vestido como si no se trabajara. Es
necesario dar una serie de satisfacciones a la vanidad y a las ilusiones de
poder que las licencias morales proporcionan con mucha facilidad. El
libertinaje tiene, exactamente, una función análoga a la de un estupefaciente y
el uso de estupefacientes constituye siempre una tentación para los que sufren.
En fin, la revolución incluso es una compensación de la misma naturaleza: es la
ambición transportada a lo colectivo, la loca ambición de una asociación de
todos los trabajadores a una plataforma situada fuera de la condición de
trabajadores.
El sentimiento
revolucionario es –en una fase primera, en la mayoría– una rebelión contra la
injusticia, pero llega a ser, también en la mayoría, tal como ha ocurrido
históricamente, un imperialismo obrero absolutamente análogo al imperialismo
nacional. Tiene por objeto la dominación realmente ilimitada de cierta
colectividad sobre la humanidad entera y sobre todos los aspectos de la vida
humana. El absurdo de este hecho se encuentra en que, en este ensueño, la
dominación estaría en manos de los que ejecutan el trabajo, los cuales, por
consiguiente, no pueden dominar.
En cuanto que
constituye una rebelión contra la injusticia social, la idea revolucionaria es
buena y sana. En tanto que constituye una rebelión contra la desgracia esencial
a la condición misma de los trabajadores, es una mentira. Ya que ninguna
revolución suprimirá esta desgracia. Pero la mentira –como evasión– es lo que
tiene mayor éxito, ya que esta desgracia esencial de la condición del trabajo
se siente mucho más vivamente, más dolorosamente que la injusticia misma. Por
otro lado, sin embargo, dicha rebelión conviene esencialmente a la revolución,
al tiempo que, en otra línea, la esperanza de la revolución es siempre un estupefaciente.
La revolución
satisface asimismo el deseo de aventura, que es la cosa más opuesta a la
necesidad y que es incluso una reacción contra la misma desgracia. El gusto por
las novelas y los films policiales y la tendencia a la criminalidad que aparece
en los adolescentes corresponde también a esta necesidad.
Los burgueses han
sido muy inocentes al creer que la buena receta para librarse de preocupaciones
consiste en transmitir al pueblo el fin que gobierna su propia vida burguesa;
es decir, posibilitar la adquisición del dinero. Han llegado en esta línea
hasta el límite de lo que les parecía posible a través del trabajo a destajo y
la extensión de los cambios entre las ciudades y el campo. Pero con ello no han
hecho más que llevar la insatisfacción hasta un grado de exasperación muy
peligroso. La causa es simple. El dinero, en tanto que es finalidad de los
deseos y de los esfuerzos, no puede tener en su ámbito condiciones en cuyo
interior sea imposible enriquecerse. Un pequeño industrial, un pequeño comerciante,
pueden enriquecerse y llegar a ser un gran industrial o un gran comerciante. Un
profesor, un escritor, son indiferentemente ricos o pobres. Pero un obrero que
llega a ser muy rico deja de ser un obrero y poco más o menos lo mismo ocurre
con un campesino. Un obrero no puede ser mordido por el deseo del dinero sin
desear salir, solo o con sus camaradas, de la condición obrera.
El universo en que
viven los trabajadores rehúsa la finalidad. Es imposible que dicho mundo se
penetre de fines, a no ser que ello ocurra en breves períodos que corresponden
a situaciones excepcionales. El rápido equipamiento industrial de los países
nuevos, tal como ha ocurrido en América o Rusia, produce cambios sobre cambios
a un ritmo tan risueño que propone a todos, casi día a día, cosas nuevas que
esperar y que desear; esta fiebre de construcción ha sido el gran instrumento
de seducción del comunismo ruso, por efecto de una coincidencia que se refería
al estado económico del país y no a la revolución ni a la doctrina marxista.
Cuando se elaboran metafísicas a base de estas situaciones excepcionales,
pasajeras y breves, como lo han hecho los americanos y los rusos, son
metafísicas mentirosas.
La familia se
procura sus propios fines en forma de niños a los cuales educa. Pero a menos
que se espere para ellos otra condición –y por la naturaleza de las cosas,
tales ascensos sociales son necesariamente excepcionales–, el espectáculo de
ver a unos niños condenados a la misma triste existencia no impide el sentir
dolorosamente el vacío y el peso, al mismo tiempo, de esta existencia.
Este vacío
paradójicamente pesado hace sufrir mucho. Es sensible, incluso, a muchos de
estos hombres, cuya cultura es casi nula y cuya inteligencia es muy pequeña.
Aquellas personas privilegiadas que por su condición no saben lo que es esto,
no pueden juzgar con equidad las acciones de los que soportan dicho vacío
durante toda su vida. No hace morir; pero es quizá mucho más doloroso que el
hambre. Mucho más. Quizá sería literalmente verdadero decir que el pan es menos
necesario que el remedio a este dolor.
No existe elección
de remedios. Solamente existe uno, uno solo. Una sola cosa hace soportable la
monotonía, una luz de eternidad: es la belleza.
Existe un único
caso en el cual la naturaleza humana soporta que el deseo del alma se dirija no
hacia lo que podría ser o lo que será, sino hacia lo que existe. Este caso es
la belleza. Todo cuanto es bello es objeto de deseo, pero no se desea que el
objeto sea otro, no se desea cambiarle nada, se desea el objeto bello tal y
como es. Se mira con deseo el cielo estrellado de una noche clara, y lo que se
desea es, únicamente, el espectáculo que se posee.
Ya que el pueblo
está obligado a dirigir todo su deseo a lo que ya posee, la belleza está hecha
para él, y él para la belleza. La poesía es quizás un lujo para las otras
condiciones sociales. Pero el pueblo, en cambio, tiene necesidad de poesía
tanto como de pan. No de poesía encerrada en meras palabras; ésta, por propia
naturaleza, por abstracta y evasiva, no le sirve de nada. El trabajador tiene
necesidad de que la sustancia misma de su vida cotidiana sea ya poesía.
* Fragmento de “Condición primera de un trabajo no
servil”, publicado originalmente en 1942 e incluido en La condición obrera,
recientemente publicado en la Argentina (Ed. El Cuenco de Plata). El libro se
vincula con la experiencia de trabajo de la autora en las fábricas Alsthom y
Renault, entre 1934 y 1935.
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