Tengo 35 años dejé tres
carreras universitarias, volví a la casa de mis padres y renuncié al trabajo.
Muchos me han dicho que seguramente iba a sentir frustración, pero que me tenía
que sobreponer a eso y convertir esa energía negativa en positiva para poder
salir adelante. Juro que no sé cómo se hace eso, siempre pensé en un superhéroe
con algún poder especial que me vendría a tirar un rayo y que eso me provocaría
pasar de un estadio al otro. Pero no, eso no pasó ni va a pasar. Hasta el
momento lo más cerca de un poder que tengo al alcance, es un fondo blanco de
cerveza o alguna de esas falopas feas que consiguen mis amigos, cuando asumen
la travesía de meterse por esos pasillos largos para obtener un cacho de felicidad. Muchos de ellos, a
cambio de ese rato de plenitud, deben pasar por las fauces del rigor cuando
algún milico, más adicto, empieza a cagarlos a palazos para que dejen el
mandado en el piso.
En el fondo de la casa
de mis padres hay un lugar que se parece a un zoológico, es un lugar al que solía
acercarme mucho cuando la angustia comenzaba a calar mis pensamientos. Entonces
lo que hacía era colgar una hamaca paraguaya, leer un poco (creo que así leí
las primeras cosas de Onetti) hasta que me quedaba dormido por el mismo
balanceo que lograba con el cuerpo. He vuelto a ese mismo lugar pero en otras
condiciones, esta vez no tenía dieciocho, esta vez la voluntad de tener que
parar en casa de los tipos que me dieron a luz, fue un poco más caótico y las
alternativas no fluían al momento que me separé de mi mujer. El regreso es
retroceso, decía el terapeuta.
La mujer de casi toda
mi vida - diez años de novio y otros cinco de casados – con cara de preocupada,
me propuso tomar un café a la salida de nuestros trabajos y el mensaje cerraba
con un “tenemos que hablar”. Pero no me llamó la atención: seguramente no
estaba de acuerdo con algunas cosas de la convivencia y sería para limar esas
asperezas, pensé en ese momento. Lo único que me preocupó un poco fue que no
habláramos en casa, pero después ese pensamiento pasó rápido porque me acordé
que le gustaba tomar café cuando salía
del trabajo. Era la forma que tenía para relajarse después de cada jornada.
Al final del día nos encontramos en un café
sobre Av Cordoba. Ella venía con cara de bastante cansada y con algunas bolsas
de ropa y libros que se había dejado en la oficina. Cuando se sentó ya tenía
servido un cortado (sabía que sería lo primero que pediría y me adelanté) pero
al primer sorbo se quejó porque estaba frio. Lo llamé al mozo en ese mismo
instante y pedí que lo calentara o que trajera uno nuevo. Esto ya la había
fastidiado.
- Me quiero separar –
arrancó diciendo, mientras acomodaba un saco en el respaldo de la silla.
Después se quedó en
silencio durante algunos segundos, viendo mi cara de indignación. Al rato
levantó las cejas e hizo un gesto como para que dijese algo. Me mantuve sin
decir una palabra hasta que terminé el café, que ya estaba frio por completo.
- ¿Por qué? – pregunté
sin ánimos de ahondar más allá.
- Somos distintos. No
queremos lo mismo en esta vida, no tenemos un gusto en común y ya casi se me
pasó el amor – contestó, apoyando el cigarrillo en uno de los bordes del
cenicero.
- Está bien, tenes
razón. Mañana hago el bolso y me voy – fue lo único que me salió decir en ese
momento. Después me levanté y me fui.
Mientras caminaba hacia
la puerta, esperaba una chistada, un gesto de retención. Algo. Pero nada de eso
sucedió y me quedé en la esquina esperando a que saliera. Como tardaba, me
asomé sigilosamente a la ventana y la vi hablando por teléfono y riéndose sin
parar. No alcanzaba a leer lo que decían sus labios, pero era seguro que ya
tenía otro a quién visitar. Nunca la había visto tan contenta. Tenía las
mejillas sonrojadas y constantemente se pasaba la lengua por los labios. Y en
algunas partes de la conversación cerraba los ojos y suspiraba profundo. Sin
perderla de vista, crucé a la vereda de enfrente a esperar que saliese para
darle mi último parte de las cosas y de paso ver si podíamos reconsiderar el
tema de la separación y tener sexo reconciliatorio.
Estuve casi media hora
parado contra una pared hasta que salió. Caminaba apurada y constantemente
revisaba su cartera. Con el paso acelerado, me le puse atrás y la llamé por el
nombre completo. Sabía que eso solamente lo hacía cuando estaba enojado. Se dio
vuelta sorprendida y sin dejarme meter bocado, me puteó varias veces.
- ¡La concha de tu
hermana! Me hiciste asustar, pelotudo. Sabes que no me gusta que me hagas eso.
- Claro me dices así
porque no soy el choma con el que hablabas por teléfono ¡Seguro que si venía
ese te le tirabas encima, no!
- ¡Que decís, forro! No
entiendo una mierda de lo que estás hablando. No tengo tiempo para estas
pavadas, tengo que ir a trabajar.
- Dale, no te hagas la
boluda. Estabas meta hablar y ponías caritas de adolescente en celos. Y te vi,
así que no me lo podes negar.
- Ah bueno. Vos sí que
sos el rey de los boludos, eh. Y ahora para colmo tengo que bancar estos
reproches y que me espíes – protestó y empezó a caminar sin parar.
La dejé ir. Caminaba
rápido y no quise correr para no levantar la atención de toda la gente. “Andate a la mierda”, me salió gritarle de
lejos. Y la gente miró, esperando que pasara algo. Pero la función había
terminado.
En casa estaba la
comida caliente, me avisaban por un mensaje, y llegué justo para comer.
- ¿Cómo te fue? –
preguntó mamá.
- Como siempre. Más de
lo mismo: me siento en los bares a leer, voy a la plaza a dormir la siesta y
otra novia me deja porque somos distintos.
Papá recostado en una
reposera, mientras pita un cigarrillo, se sonríe y mueve la cabeza con
resignación. “Dejate de tantas boludeces y madura. Ese jueguito de la bohemia
no va más, macho…
¡Labura!”.
Cuando me fui a acostar
la palabra “labura” me quedó resonando y tardé un rato largo en poder dormirme.
Las indecisiones formaban un caparazón que me producían estados de histeria con
respecto a encontrar trabajo. Sabía que si lo encontraba lo iba a querer dejar
porque me aburriría la costumbre de hacer todos los días lo mismo, pero también
sabía que al no tenerlo iba a vivir bajo el hostigamiento y la mirada social
acusadora de ser un lumpen. Todo se trastornaba bastante, mientras tanto, por
otro lado, me invadía la tristeza de haber sido abandonado por otra mujer. Con
esta última iban nueve.
A las cinco de la
mañana logré dormirme y a las seis y media me despertaron los primeros rayos de
luz que invadieron por la ventana que había olvidado cerrar. Cuando me levanté
mis padres estaban desayunando y se sorprendieron al verme tan temprano. “Te
levantaste para mear”, dijo papá, mientras mordía una tostada con mermelada.
Sin fastidiarme, contesté rápido que estaba saliendo a buscar un trabajo. Y
salí disparado hacia a la calle, escuchando sus carcajadas. Llegué a la parada
del colectivo y me di cuenta que no tenía la tarjeta SUBE, pero sí que tenía
monedas acumuladas en el bolsillo de la mochila y no me preocupé. Ahora,
entonces, venía la parte de pensar a donde iba a ir a pasar el día, porque
todavía no estaba en condiciones de salir a buscar una responsabilidad. Al
subir al colectivo, quedé unos segundos en silencio sin saber cuál sería el
destino, hasta que el chofer sin basilar me invitó a que le dijese a donde iba
o sino que me bajara. Y sin pensar dije “hasta el final del recorrido”. El
final era La Boca, así que me dediqué a contabilizar turistas y a ver hinchas
boquenses. Al empezar a caer el sol emprendí la vuelta, y ahora era el turno de
pensar que iba a decir si preguntaban por la suerte de la búsqueda laboral,
pero me quedé dormido y desperté cuando llegó el momento de bajar.
- ¿Cómo te fue? –
preguntó mamá, como venía haciendo desde unos días.
- Tenes cara de cansado
– agregó papá.
- Si, tuve varias
entrevistas y la última fue en La Boca – respondí sin mirarlos.
- Toma, la abuela te
dejó esto – y venía mamá con un sobre. Eran 500 pesos – Hoy, además, pasó
Eugenia (mi mujer, o bah, ahora ex) y dijo que necesitaba que vayas a buscar
algunas cosas que te habías olvidado.
Escuché todo sin omitir
palabra y fui directo a la habitación. Detrás venía papá, intentando prender su
pipa, y decía que él a mi edad nunca se hubiese podido pensar sin una mina y
plata. Después habló un montón de cosas más que no escuché y quedó del otro
lado de la puerta vociferando lo grandioso que fue. Como no se callaba, le pasé
por debajo de la puerta la foto de un tipo que había conocido en una plaza,
escrita con fibron rojo, que decía “mi novio”. Ahí se calló por unos minutos y
a los gritos la empezó a llamar a mamá. Me acerqué hasta la puerta y escuché
que, entre lágrimas, le decía que me había hecho puto y que ahora que iban a
hacer y no sé qué más…“En esta casa no lo quiero y menos con esta enfermedad”,
comentó, exaltado. “Te das cuenta, Elena – seguía, consternado – puto, vago y
peronista. Ya tiene 35 años, dejó tres carreras universitarias, renunció al
trabajo y encima volvió acá. Con razón lo dejó Euge. Pobre mina”, terminó su
descargo, mientras cerraba las persianas para que ningún vecino escuche.
Al otro día desperté
bien temprano y saludé a mis padres, mientras desayunaban. “Me voy a buscar
trabajo”, me despedí en tono cálido. Y solo mamá respondió al saludo, papá
rezaba sin parar y no quería salir de casa.