Desde la silla no se puede oír bien que sucede en la calle.
No voy a negar que escucho bocinas de autos pasando muy rápido o gritos de gente que la pasa mejor que yo. Lo que sí,
no sé quien pasa por la vereda. Cuando tengo oportunidad de profundizar en mis
pensamientos, suena el teléfono y no me queda más remedio que atender.
-Buenas tardes ¿en qué puedo ayudarlo?
Una voz del otro lado sin saber bien para que llama y a
donde, dice:
-Me podes ayudar en muchas cosas; una de ellas, es tener
plata.
En ese momento me dije: ¡Esto es una joda!
- ¿Como dijo señor?
-Lo que escuchaste ¡necesito plata!
-Señor, se habrá equivocado; acá no se presta plata, ni se
hacen donaciones ¿Qué se le dio por llamar a este número? – dije con pocos
aires de continuar la llamada.
- No sé, en realidad agarré la filcar y marqué un número. En
este momento tengo un arma conmigo. Era hablar con alguien o lo que usted ya
sabe…
No podía entender como a las cuatro de la tarde de un
martes, estaba viviendo esto. En la vida, creo, que no me porte tan mal. Es
decir, nunca induje a nadie a las drogas, ni al sexo sucio, ni a ninguna de las
barbaridades que mi comunidad detesta, etc. Por más que hubiese una broma
pesada en todo esto, no podía confiarme de que así sea. A nadie le gustaría enterarse
que habló con un tipo que después se pegó un tiro y que lo último que le
dijeron en la vida, se lo dijiste vos. Soy un mediocre empleado de un lugar que
tiene muchos teléfonos, pizarras y publicidades de productos que no tienen
utilidad. Este tipo sí que no sabía dónde estaba llamando, porque de saberlo
entendería que era mejor estar fuera de ahí.
De todos modos por más que se lo explicaba no entendía y mis
recaudos por las palabras que utilizaba eran enormes. No podía dejar de tener
en cuenta que del otro lado había un suicida, con una depresión galopante. Tuve
que continuar la conversación con un poco menos de tensión.
-Señor, por favor escúcheme: Le voy a pedir que se
tranquilice ¿No hay nadie en su casa?
- No. Estoy solo hace veinte años y tengo muchas deudas.
Vamos, présteme unos billetes – dijo insistente.
- Pero buen hombre, ya le dije que no somos prestamistas. Con
todo respeto, le pido que busque otro lugar para esto.
- No me da ganas de marcar otra vez, aunque sea hablemos un
rato.
Colgué el teléfono, sin contestar nada y me quede un poco
persuadido por lo que había pasado. El problema mayor seria si este tipo se
mata ¿cómo hacer para vivir sabiendo que no pude hacer nada? Los minutos me
agobiaban en pensamientos terribles. El teléfono de esta persona había quedado
en la pantalla. Lo llamé sin importarme las repercusiones que esto podría
traerme en mi trabajo; sonó varias veces pero del otro lado no contestaba nadie
- ¡Este tipo se mato, grité! – igual seguí insistiendo unos minutos más, hasta
que una voz con carraspera, dijo:
-Hola ¿Quién es?
- Ah menos mal, sigue ahí – le dije con las pulsaciones a
diez mil y tantos.
- Sí, estoy acá. Antes no llegue a atender porque estaba…bah,
que tanta explicación ¿Quién habla? – dijo embravecido
- Soy el chico, con el que hablo hace un rato y le dijo que
no se hacían préstamos
- Ah sí, no me digas que te arrepentiste ¡bárbaro! Necesito cinco
mil pesos.
- No no, espere un momento. Lo llamé para saber si seguía
vivo.
Largo una carcajada enorme que duro varios minutos. Parecía
abrumado por alguna sustancia.
-Noo, joven. Quedate tranquilo que todavía no me voy a
matar. Me faltan muchas cosas para hacer. Por ejemplo: conocer la tumba de
Stalin o hacer desaparecer al Partido Justicialista y por ultimo; hasta que el hígado
no me diga basta, prefiero vivir. Me quedan muchas cervezas en la heladera.
-Por lo visto su humor es muy bueno, así que no tenemos más
que hablar. Que siga bien.
- Espera muchacho, no me vas a prestar dinero. Además, lo último
que me falto decirte es que un cáncer en el hígado me está comiendo…
Los auriculares por los que oía a este demente quedaron
colgando. Me levanté de la silla, escupí al piso y grité muy alto: ¡Me quiero
ir! Para ese entonces mi jefe estaba muy cerca del sector, se acercó y pidió que
habláramos en forma privada. Fuimos a su oficina, abrió la puerta e ingresamos
con un chirrido de fondo, que atemorizaba.
– Sentate, por favor – me dijo, clavándome los ojos.
Apenas apoye la espalda en el asiento, no me dio tiempo a
suspirar…
-Lamento decirte que este fue tu último día de trabajo. Las
razones, te preguntaras; no sos el perfil que buscamos. Le estuviste hablando
más de media hora a un tipo con depresión y no fuiste capaz de venderle ninguno
de estos productos.
-Pero señor usted escuchó como fue la conversación. La
llamada ingreso, no la hice yo…
No hubo tiempo para explicaciones, se levantó y abriendo la puerta, me invito a salir de su
oficina. Volví a buscar mis cosas. La pantalla seguía igual que como la había dejado
cuando me fui. Anoté el número y salí sin saludar.
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