Lo único que he querido hacer en mi vida –y lo único
que he hecho más o menos bien- es contar historias. Pero nunca imaginé que
fuera tan divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí la
estirpe de los cuenteros, de esos venerables ancianos que recitan apólogos y
dudosas aventuras de Las mil y una noches
en los zocos marroquíes, esa estirpe, es la única que no está condenada a cien
años de soledad ni a sufrir la maldición de Babel.
Hasta ahora había parecido difícil, por no decir
imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la imaginación,
sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el cazador que
descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso en que salta
la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer eso. Uno podrá
volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de que a
partir de ahí –de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada sugerencia.-fue
cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y se encauzó definitivamente.
Estamos para contar historias. Lo que nos interesa
aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento. Me pregunto,
sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se pueda aprender. No quisiera descorazonar a
nadie, pero estoy convencido de que el mundo se divide entre los que saben
contar historias y los que no, así como, en un sentido más amplio, se divide
entre los que cagan bien y los que cagan mal, o, si la expresión les parece
grosera, entre los que obran bien y
los que obran mal, para usar un
piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no se
hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la aptitud, pero no el
oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia…Eso sí: posee lo
principal. Es algo que recibió de la familia, probablemente, no sé si por la
vía de los genes o de la conversación de sobremesa. Esas personas que tienen
aptitudes innatas suelen contar hasta sin proponérselo, tal vez porque no saben
expresarse de otra manera. Yo mismo para no ir más lejos, soy incapaz de pensar
en términos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista cómo veo el
problema de la capa de ozono o qué factores, a mi juicio, determinarán el curso
de la política latinoamericana en los próximos años, y lo único que se me
ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho más fácil,
porque además de la vocación tengo la experiencia y cada vez logro condensarlos
más y por tanto aburrir menos.
La mitad de los cuentos con que inicié mi formación se
los escuché a mi madre. Ella nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de
técnicas narrativas, ni de nada de eso; pero sabía preparar un golpe de efecto,
guardarse un as en la manga mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos
del sombrero. Recuerdo cierta vez que estaba contándonos algo, y después de
mencionar a un tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su
cuento tan campante, sin volver a hablar de él, hasta que casi llegando al
final, ¡paff!, de nuevo el tipo –ahora en primer plano, por decirlo así-, y
todo el mundo boquiabierto, y yo preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre
esa técnica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí las historias
son como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si
a un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas,
Empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería la expresión de sus aptitudes
y su vocación. Si se dieran las condiciones para que el talento se desarrollara
a lo largo de toda una vida estaríamos descubriendo uno de los secretos de la
felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo único que realmente me
gustaba era contar historias me propuse hacer todo lo necesario para satisfacer
ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a
otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas
y mentiras que tuve que hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser
escritor, para poder seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la
fuerza por otro lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me
dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesía y novelas, que era lo que a mí
me interesaba. Al final del cuarto año de bachillerato –un poco tarde por
cierto- descubrí una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la
clase después no tiene que estudiar ni estar con la angustia permanente de las
preguntas y los exámenes. A esa edad, cuando uno se concentra lo absorbe todo
como una esponja. Cuando me di cuenta de eso hice dos años –y el cuarto y el quinto- con calificaciones máximas en
todo. Me exhibía como un genio y a nadie le pasaba por la cabeza que eso yo lo
hacía para no tener que estudiar y seguir metido en mis asuntos. Yo sabía muy
bien lo que me traía entre manos.
Modestamente me considero el hombre más libre del
mundo –en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos con
nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y
exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a unos
amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal
vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la ducha y,
mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía dándome vueltas
en la cabeza desde hacía varios días… Es decir: padezco de la bendita manía de
contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede transmitir? ¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es
compartir experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que
encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no
aquello, por qué eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un
nuevo personaje… ¿No es eso lo que hacen también los escritores cuando leen a
otros escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber cómo están
escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las piezas en orden, aísla un
párrafo, lo estudia, y llega un momento en que puede decir: “Ah, sí, lo que
hizo este fue colocar al personaje aquí y trasladar esa situación para allá,
porque necesitaba que más allá…” En otras palabras, uno abre bien los ojos, no
se deja hipnotizar, trata de descubrir los trucos del mago. La técnica, el
oficio, los trucos son cosas que se pueden enseñar y de las que un estudiante
puede sacar buen provecho.
En una cátedra de literatura, con un señor sentado
allá arriba soltando imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los
secretos del escritor. El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando.
Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación, entre otras cosas
porque aquí funciona también el principio del brain-storming: hasta los disparates que se le ocurren a uno deben
tomarse en cuenta porque a veces, con un
simple giro, dan paso a soluciones muy imaginativas.
No se concibe al participante de un curso que no sea
receptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, y hay que estar
dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde está la frontera entre lo
permisible y lo inaceptable? Nadie lo sabe. Uno mismo la fija. Por lo pronto,
uno tiene que tener muy claro cuál es la historia que quiere contar. Partiendo
de ahí, tiene que estar dispuesto a luchas por ella con uñas y dientes, o bien,
llegado el caso, ser suficientemente flexible y reconocer que, tal como uno la
imagina, la historia no tiene posibilidades de desarrollo. ¿Qué podemos hacer
para seguir alimentando la manía de contar que todos padecemos en mayor o menor
grado? Por lo pronto, si uno quiere ser escritor o periodista-escritor tiene
que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta
y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la
inspiración me encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes
pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a
otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de
galeotes, no de diletantes.
(Fragmento del prólogo de García
Márquez a su libro la
Bendita manía de
contar)