domingo, 2 de marzo de 2014

No me cortes el cable


De Pez a Montaner 


La tarde se había oscurecido. Se avecinaba una tormenta que no estaba pronosticada en ningún noticiero pero que era una realidad desde el balcón. Las nubes cada vez ennegrecían más. Me quedé sin cable y la heladera estaba al borde de pedir “por favor llénenme”. Tenía ganas de una cerveza fresca. Miré por la ventana y ya llovía copiosamente. El único paraguas que tenía estaba roto, así que no tuve más remedio que caminar bajo el agua.
Mientras esperaba el ascensor, no pude evitar distraerme con olor a carne asada que provenía del departamento del vecino. Hacía tanto que no olía eso, que se impregnó en las fosas nasales rápidamente. El estomago hacía unos ruidos misteriosos, cualquiera que hubiese estado al lado mío en ese momento hubiese pensado lo peor; desde asqueroso a repugnante, caben todos los adjetivos. Traté de calmar la ansiedad de la panza con un alfajor que compré en el kiosco del “gordo lumpen”. Le quise comprar una cerveza para evitar el trayecto a los chinos, pero no me la quiso vender porque le debo cuatro envases. “Hasta que no me traigas los envases no hay cerveza, macho”, dijo con cara seria.
Camino a los chinos saludé algunos conocidos del barrio, que preguntaron por la ausencia de mi prima, pero solo sonreí mientras pensaba a cuantos se habrá bajado la muy sin vergüenza. Seguí camino. Cuando pasé por la ventana de una casa de comidas, escuché sonar una canción de Pez. Era la canción que decía: soy porteño, cabeza de departamento…; por cierto, una de mis preferidas. Llegué a los chinos tarareando toda la canción, dejé dos envases y me dieron un pedazo de plástico que tenía el numero dos. Además de las cervezas, agarré un paquete de papas fritas que fui comiendo mientras esperaba para pagar. Una china, enojada, habló con la que atendía la caja. No entendí nada. Veinte mil palabras por minuto. Lo que quedó claro es que no pude comer las papas fritas.
La vuelta a casa fue más rápido, igual pasé de nuevo por la ventana donde escuché a Pez y esta vez, estaba sonando Ricardo Montaner. Eclécticos, pensé. Llegando a casa, me entretuve escuchando como le declaraban amor a las chicas que pasaban por la vereda del lavadero de autos. Uno que tenía el trapo al hombro, dejaba chiquito a cualquier poeta consagrado. Expresiones sin ningún tipo de vuelta esnob. “Mamita te chupo toda” o “te dejo que me cagues encima”, largaban sin escatimar. Mientras gritaba y yo largaba carcajadas, miró hacia donde estaba, buscando complicidad. Atiné a levantar la cerveza, aprobando las cursilerías.
A dos metros de la puerta del departamento había una camioneta del servicio de cable. Eran dos tipos con pretensiones de cortar la señal y ante la molestia del consorcio, en defensa de los afectados, estos hombres mostraron un papel que indicaba una orden de corte. Atravesé el bullicio, todavía la cerveza estaba fría. Serví un poco y terminé de leer Viaje al fin de la noche. Este Celine tiene una prosa demoledora. Sobre el final del libro, fue inevitable no escuchar los gritos que provenían del estacionamiento. Desde el balcón vi como los vecinos habían arrinconado a los dos tipos del cable. Hubo algunos empujones y las puteadas de siempre. Algunas señoras con sus palos de amasar, amenazaban algún golpe ante cualquier intento de corte. También había dos perros enormes que  – creo que eran ovejeros alemanes – ladraban rabiosos. Los tipos del cable dispuestos a todo, sacaron lo más próximo que tenían. Uno sacó un Cutter y el otro, mostró una llave inglesa de gran tamaño. Amenazaron con usarlos si seguían acercándose. Uno de los vecinos, enojadísimo, gritó: “váyanse a cortarle el cable al presidente. ¡Manga de ladrones! Después intento acercarse con su puño izquierdo cerrado y el que tenía la llave inglesa, ni siquiera esperó el amague que ya le había pegado en la cabeza. El hombre perdía sangre a chorros, mientras se tomaba la cabeza, los puteaba sin parar. En la puerta se escuchó la sirena de la policía pero nadie se hizo alarde de esto. Los policías patearon la puerta de entrada, eran tres, e intentaron poner calma.  El vecino de la cabeza rota apareció en el medio de la bataola con un arma y tiró unos tiros al aire. Lo detuvieron. La gente se dispersó, algunos volvieron a sus casas y los más curiosos esperaron a que todo se termine. Al otro día me desperté, prendí la tele y tenía cable. Salí al balcón, saludé a Sofía – es quién mantiene impecable el edificio – mientras veía como lavaba la sangre del piso.
- Ey Sofi ¿y esa sangre? – pregunté sorprendido.
- Estos del cable hicieron un quilombo bárbaro. Le dieron a uno con una llave inglesa en la cabeza.
- Ah, eso lo vi. Entonces no mataron a nadie…
- No, gracias a dios. Igual dicen que van a volver, estos mal nacidos – dijo, mientras pasaba la escoba sin parar.

- No importa, Sofi. Les presentaremos batalla. El cable es nuestro.            

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