De Pez a Montaner
La tarde se
había oscurecido. Se avecinaba una tormenta que no estaba pronosticada en ningún
noticiero pero que era una realidad desde el balcón. Las nubes cada vez ennegrecían
más. Me quedé sin cable y la heladera estaba al borde de pedir “por favor llénenme”.
Tenía ganas de una cerveza fresca. Miré por la ventana y ya llovía copiosamente.
El único paraguas que tenía estaba roto, así que no tuve más remedio que
caminar bajo el agua.
Mientras
esperaba el ascensor, no pude evitar distraerme con olor a carne asada que
provenía del departamento del vecino. Hacía tanto que no olía eso, que se
impregnó en las fosas nasales rápidamente. El estomago hacía unos ruidos
misteriosos, cualquiera que hubiese estado al lado mío en ese momento hubiese
pensado lo peor; desde asqueroso a repugnante, caben todos los adjetivos. Traté
de calmar la ansiedad de la panza con un alfajor que compré en el kiosco del “gordo
lumpen”. Le quise comprar una cerveza para evitar el trayecto a los chinos,
pero no me la quiso vender porque le debo cuatro envases. “Hasta que no me traigas
los envases no hay cerveza, macho”, dijo con cara seria.
Camino a
los chinos saludé algunos conocidos del barrio, que preguntaron por la ausencia
de mi prima, pero solo sonreí mientras pensaba a cuantos se habrá bajado la muy
sin vergüenza. Seguí camino. Cuando pasé por la ventana de una casa de comidas,
escuché sonar una canción de Pez. Era la canción que decía: soy porteño, cabeza
de departamento…; por cierto, una de mis preferidas. Llegué a los chinos
tarareando toda la canción, dejé dos envases y me dieron un pedazo de plástico
que tenía el numero dos. Además de las cervezas, agarré un paquete de papas
fritas que fui comiendo mientras esperaba para pagar. Una china, enojada, habló
con la que atendía la caja. No entendí nada. Veinte mil palabras por minuto. Lo
que quedó claro es que no pude comer las papas fritas.
La vuelta a
casa fue más rápido, igual pasé de nuevo por la ventana donde escuché a Pez y
esta vez, estaba sonando Ricardo Montaner. Eclécticos, pensé. Llegando a casa,
me entretuve escuchando como le declaraban amor a las chicas que pasaban por la
vereda del lavadero de autos. Uno que tenía el trapo al hombro, dejaba chiquito
a cualquier poeta consagrado. Expresiones sin ningún tipo de vuelta esnob. “Mamita
te chupo toda” o “te dejo que me cagues encima”, largaban sin escatimar. Mientras
gritaba y yo largaba carcajadas, miró hacia donde estaba, buscando complicidad.
Atiné a levantar la cerveza, aprobando las cursilerías.
A dos
metros de la puerta del departamento había una camioneta del servicio de cable.
Eran dos tipos con pretensiones de cortar la señal y ante la molestia del
consorcio, en defensa de los afectados, estos hombres mostraron un papel que
indicaba una orden de corte. Atravesé el bullicio, todavía la
cerveza estaba fría. Serví un poco y terminé de leer Viaje al fin de la noche.
Este Celine tiene una prosa demoledora. Sobre el final del libro, fue
inevitable no escuchar los gritos que provenían del estacionamiento. Desde
el balcón vi como los vecinos habían arrinconado a los dos tipos del cable. Hubo
algunos empujones y las puteadas de siempre. Algunas señoras con sus palos de amasar,
amenazaban algún golpe ante cualquier intento de corte. También había dos
perros enormes que – creo que eran
ovejeros alemanes – ladraban rabiosos. Los tipos del cable dispuestos a todo,
sacaron lo más próximo que tenían. Uno sacó un Cutter y el otro, mostró una
llave inglesa de gran tamaño. Amenazaron con usarlos si seguían acercándose.
Uno de los vecinos, enojadísimo, gritó: “váyanse a cortarle el cable al
presidente. ¡Manga de ladrones! Después intento acercarse con su puño izquierdo
cerrado y el que tenía la llave inglesa, ni siquiera esperó el amague que ya le
había pegado en la cabeza. El hombre perdía sangre a chorros, mientras se
tomaba la cabeza, los puteaba sin parar. En la puerta se escuchó la sirena de
la policía pero nadie se hizo alarde de esto. Los policías patearon la puerta
de entrada, eran tres, e intentaron poner calma. El vecino de la cabeza rota apareció en el
medio de la bataola con un arma y tiró unos tiros al aire. Lo detuvieron. La
gente se dispersó, algunos volvieron a sus casas y los más curiosos esperaron a
que todo se termine. Al otro día me desperté, prendí la tele y tenía cable. Salí
al balcón, saludé a Sofía – es quién mantiene impecable el edificio – mientras veía
como lavaba la sangre del piso.
- Ey Sofi
¿y esa sangre? – pregunté sorprendido.
- Estos del
cable hicieron un quilombo bárbaro. Le dieron a uno con una llave inglesa en la
cabeza.
- Ah, eso
lo vi. Entonces no mataron a nadie…
- No, gracias
a dios. Igual dicen que van a volver, estos mal nacidos – dijo, mientras pasaba
la escoba sin parar.
- No importa,
Sofi. Les presentaremos batalla. El cable es nuestro.
Viaje al fin de la noche de celine. Que grande.
ResponderEliminarjajaja, tremendo libro!!
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