miércoles, 21 de enero de 2015

Puto, vago y peronista



Tengo 35 años dejé tres carreras universitarias, volví a la casa de mis padres y renuncié al trabajo. Muchos me han dicho que seguramente iba a sentir frustración, pero que me tenía que sobreponer a eso y convertir esa energía negativa en positiva para poder salir adelante. Juro que no sé cómo se hace eso, siempre pensé en un superhéroe con algún poder especial que me vendría a tirar un rayo y que eso me provocaría pasar de un estadio al otro. Pero no, eso no pasó ni va a pasar. Hasta el momento lo más cerca de un poder que tengo al alcance, es un fondo blanco de cerveza o alguna de esas falopas feas que consiguen mis amigos, cuando asumen la travesía de meterse por esos pasillos largos para obtener  un cacho de felicidad. Muchos de ellos, a cambio de ese rato de plenitud, deben pasar por las fauces del rigor cuando algún milico, más adicto, empieza a cagarlos a palazos para que dejen el mandado en el piso.
En el fondo de la casa de mis padres hay un lugar que se parece a un zoológico, es un lugar al que solía acercarme mucho cuando la angustia comenzaba a calar mis pensamientos. Entonces lo que hacía era colgar una hamaca paraguaya, leer un poco (creo que así leí las primeras cosas de Onetti) hasta que me quedaba dormido por el mismo balanceo que lograba con el cuerpo. He vuelto a ese mismo lugar pero en otras condiciones, esta vez no tenía dieciocho, esta vez la voluntad de tener que parar en casa de los tipos que me dieron a luz, fue un poco más caótico y las alternativas no fluían al momento que me separé de mi mujer. El regreso es retroceso, decía el terapeuta.
La mujer de casi toda mi vida - diez años de novio y otros cinco de casados – con cara de preocupada, me propuso tomar un café a la salida de nuestros trabajos y el mensaje cerraba con un “tenemos que hablar”. Pero no me llamó la atención: seguramente no estaba de acuerdo con algunas cosas de la convivencia y sería para limar esas asperezas, pensé en ese momento. Lo único que me preocupó un poco fue que no habláramos en casa, pero después ese pensamiento pasó rápido porque me acordé que  le gustaba tomar café cuando salía del trabajo. Era la forma que tenía para relajarse después de cada jornada.
 Al final del día nos encontramos en un café sobre Av Cordoba. Ella venía con cara de bastante cansada y con algunas bolsas de ropa y libros que se había dejado en la oficina. Cuando se sentó ya tenía servido un cortado (sabía que sería lo primero que pediría y me adelanté) pero al primer sorbo se quejó porque estaba frio. Lo llamé al mozo en ese mismo instante y pedí que lo calentara o que trajera uno nuevo. Esto ya la había fastidiado.
- Me quiero separar – arrancó diciendo, mientras acomodaba un saco en el respaldo de la silla.
Después se quedó en silencio durante algunos segundos, viendo mi cara de indignación. Al rato levantó las cejas e hizo un gesto como para que dijese algo. Me mantuve sin decir una palabra hasta que terminé el café, que ya estaba frio por completo.
- ¿Por qué? – pregunté sin ánimos de ahondar más allá.
- Somos distintos. No queremos lo mismo en esta vida, no tenemos un gusto en común y ya casi se me pasó el amor – contestó, apoyando el cigarrillo en uno de los bordes del cenicero.
- Está bien, tenes razón. Mañana hago el bolso y me voy – fue lo único que me salió decir en ese momento. Después me levanté y me fui.     
Mientras caminaba hacia la puerta, esperaba una chistada, un gesto de retención. Algo. Pero nada de eso sucedió y me quedé en la esquina esperando a que saliera. Como tardaba, me asomé sigilosamente a la ventana y la vi hablando por teléfono y riéndose sin parar. No alcanzaba a leer lo que decían sus labios, pero era seguro que ya tenía otro a quién visitar. Nunca la había visto tan contenta. Tenía las mejillas sonrojadas y constantemente se pasaba la lengua por los labios. Y en algunas partes de la conversación cerraba los ojos y suspiraba profundo. Sin perderla de vista, crucé a la vereda de enfrente a esperar que saliese para darle mi último parte de las cosas y de paso ver si podíamos reconsiderar el tema de la separación y tener sexo reconciliatorio.
Estuve casi media hora parado contra una pared hasta que salió. Caminaba apurada y constantemente revisaba su cartera. Con el paso acelerado, me le puse atrás y la llamé por el nombre completo. Sabía que eso solamente lo hacía cuando estaba enojado. Se dio vuelta sorprendida y sin dejarme meter bocado, me puteó varias veces.

- ¡La concha de tu hermana! Me hiciste asustar, pelotudo. Sabes que no me gusta que me hagas eso.
- Claro me dices así porque no soy el choma con el que hablabas por teléfono ¡Seguro que si venía ese te le tirabas encima, no!
- ¡Que decís, forro! No entiendo una mierda de lo que estás hablando. No tengo tiempo para estas pavadas, tengo que ir a trabajar.
- Dale, no te hagas la boluda. Estabas meta hablar y ponías caritas de adolescente en celos. Y te vi, así que no me lo podes negar.
- Ah bueno. Vos sí que sos el rey de los boludos, eh. Y ahora para colmo tengo que bancar estos reproches y que me espíes – protestó y empezó a caminar sin parar.

La dejé ir. Caminaba rápido y no quise correr para no levantar la atención de toda la gente.  “Andate a la mierda”, me salió gritarle de lejos. Y la gente miró, esperando que pasara algo. Pero la función había terminado.
En casa estaba la comida caliente, me avisaban por un mensaje, y llegué justo para comer.

- ¿Cómo te fue? – preguntó mamá.
- Como siempre. Más de lo mismo: me siento en los bares a leer, voy a la plaza a dormir la siesta y otra novia me deja porque somos distintos.

Papá recostado en una reposera, mientras pita un cigarrillo, se sonríe y mueve la cabeza con resignación. “Dejate de tantas boludeces y madura. Ese jueguito de la bohemia no va más, macho…
¡Labura!”.
Cuando me fui a acostar la palabra “labura” me quedó resonando y tardé un rato largo en poder dormirme. Las indecisiones formaban un caparazón que me producían estados de histeria con respecto a encontrar trabajo. Sabía que si lo encontraba lo iba a querer dejar porque me aburriría la costumbre de hacer todos los días lo mismo, pero también sabía que al no tenerlo iba a vivir bajo el hostigamiento y la mirada social acusadora de ser un lumpen. Todo se trastornaba bastante, mientras tanto, por otro lado, me invadía la tristeza de haber sido abandonado por otra mujer. Con esta última iban nueve.
A las cinco de la mañana logré dormirme y a las seis y media me despertaron los primeros rayos de luz que invadieron por la ventana que había olvidado cerrar. Cuando me levanté mis padres estaban desayunando y se sorprendieron al verme tan temprano. “Te levantaste para mear”, dijo papá, mientras mordía una tostada con mermelada. Sin fastidiarme, contesté rápido que estaba saliendo a buscar un trabajo. Y salí disparado hacia a la calle, escuchando sus carcajadas. Llegué a la parada del colectivo y me di cuenta que no tenía la tarjeta SUBE, pero sí que tenía monedas acumuladas en el bolsillo de la mochila y no me preocupé. Ahora, entonces, venía la parte de pensar a donde iba a ir a pasar el día, porque todavía no estaba en condiciones de salir a buscar una responsabilidad. Al subir al colectivo, quedé unos segundos en silencio sin saber cuál sería el destino, hasta que el chofer sin basilar me invitó a que le dijese a donde iba o sino que me bajara. Y sin pensar dije “hasta el final del recorrido”. El final era La Boca, así que me dediqué a contabilizar turistas y a ver hinchas boquenses. Al empezar a caer el sol emprendí la vuelta, y ahora era el turno de pensar que iba a decir si preguntaban por la suerte de la búsqueda laboral, pero me quedé dormido y desperté cuando llegó el momento de bajar.     

- ¿Cómo te fue? – preguntó mamá, como venía haciendo desde unos días.
- Tenes cara de cansado – agregó papá.
- Si, tuve varias entrevistas y la última fue en La Boca – respondí sin mirarlos.
- Toma, la abuela te dejó esto – y venía mamá con un sobre. Eran 500 pesos – Hoy, además, pasó Eugenia (mi mujer, o bah, ahora ex) y dijo que necesitaba que vayas a buscar algunas cosas que te habías olvidado.

Escuché todo sin omitir palabra y fui directo a la habitación. Detrás venía papá, intentando prender su pipa, y decía que él a mi edad nunca se hubiese podido pensar sin una mina y plata. Después habló un montón de cosas más que no escuché y quedó del otro lado de la puerta vociferando lo grandioso que fue. Como no se callaba, le pasé por debajo de la puerta la foto de un tipo que había conocido en una plaza, escrita con fibron rojo, que decía “mi novio”. Ahí se calló por unos minutos y a los gritos la empezó a llamar a mamá. Me acerqué hasta la puerta y escuché que, entre lágrimas, le decía que me había hecho puto y que ahora que iban a hacer y no sé qué más…“En esta casa no lo quiero y menos con esta enfermedad”, comentó, exaltado. “Te das cuenta, Elena – seguía, consternado – puto, vago y peronista. Ya tiene 35 años, dejó tres carreras universitarias, renunció al trabajo y encima volvió acá. Con razón lo dejó Euge. Pobre mina”, terminó su descargo, mientras cerraba las persianas para que ningún vecino escuche.
Al otro día desperté bien temprano y saludé a mis padres, mientras desayunaban. “Me voy a buscar trabajo”, me despedí en tono cálido. Y solo mamá respondió al saludo, papá rezaba sin parar y no quería salir de casa.      

martes, 6 de enero de 2015

El canto infernal



Es una experiencia que ha pasado por varios integrantes, pero a lo largo del tiempo las patas fuertes siempre mantuvieron el núcleo inseparable. Esta unión por la música logró conformarse con un nombre propio: Inferno Dantesco. Una banda de la zona oeste, precisamente Aldo Bonzi y Tablada, que a fuerza de precisión sonora y gran destreza de sus ejecutantes mantienen la esencia del rock intacta. Con canciones ajustadas, bases potentes y una cuota de creatividad, logran anclar en la escena del under sin tener que envidiarles nada a nadie.
Esta banda viene navegando las aguas de la música desde hace casi diez años. Y la última formación, que se le conoce desde hace un tiempo, está conformada por cuatro integrantes: Claudio Franco (voz, teclado y guitarra), Santiago Tritten (voz y guitarra), Emanuel Rodriguez (batería) y Pablo Prandi (bajo). 
Logran cautivar desde letras que, muchas veces, invitan a hacer una reflexión sobre situaciones actuales que nos tocan de cerca todos los días. Tal es así que se escuchan misivas contra el ombliguismo que vive el circuito llamado "rock"; otras veces la lírica tiene su apoyatura en el exitismo, al punto de situarnos en contextos noventeros y ostentar una desmesura con la sexualidad, el consumo y una forma de vida en medio del ruido y el reviente.

Sería conveniente darse una vuelta por un show de estos muchachos, sentarse o quedarse parado, pedir una cerveza y dejar que ese ritmo pasmoso, de una guitarra que revive los años setenta, se vaya colando en nuestros sentidos. Sus canciones se pueden buscar por You Tube o también por la red social facebook: puente de casi todas las bandas que transitan por este camino.