martes, 9 de septiembre de 2014

Nuestras bandas de sonido



"Ahora es nuestra la ciudad. 

Ahora es nuestra y nada mas. 
Si no te gusta lo que ves andete a vivir Nueva York. 
Si no te gusta como soy andate a morir a Nueva York. 

Caretas, caretas, caretas, caretas." 
Los Gardelitos



Voy a empezar mencionando a la música como la única razón para estar acá. Es posible muchas veces prescindir de la terapia, si encontras el disco indicado. Sí, lo sé, no es tan sencillo llegar a él pero no es imposible. Cuando vas detrás de los sonidos y de una poética que pueda ponerse en el lugar de las penas, podes cruzarte con maravillosas obras que ya casi no se reproducen; con letras que fueron quedando en el olvido y que solo las recuerdan personalidades con trastornos obsesivos, tan solo por conmoverse un poco.
Mi amigo Nacho con el cual crecí y al que todavía veo – y gracias a la vida compartimos una banda de rock – hizo escucharme cosas magistrales. Tal es así, que por sus capacidades argumentativas sobre la obra, más lo que mis oídos llegaban a entender pude enamorarme de Queen y de las pinceladas de Brian May. Una guitarra única, con los sonidos necesarios para entender hacia donde había que ir. Éramos chicos, pero recuerdo bien su amor por esta banda. Logró traspasármela. Después vinieron los sonidos de Pink Floyd y siempre gracias a él. Estar inmerso en ese mar de intensidades, de pasajes fuera de cualquier lógica posible para la escucha popular, me provocó una distorsión interna tan grande que trastabillé con lo que era. Hasta ese momento no podía correrme del rock “chabon”: La Renga, Viejas Locas, Los Gardelitos, que envolvieron un gran trayecto de mis años y de los cuales aprendí e idolatré con furor. Y me estoy olvidando de Los Redondos, ese gran postulado de una jerga que me arrinconó al diccionario tratando de entender cada palabra que iba aprendiendo mediante la escucha. A los de La Plata llegué por mis hermanos y terminé de quererlos a raíz de un cassette que me prestó otro gran amigo: El Moty. Lo escuchaba todas las noches antes de dormir y cada una de esas canciones aportó lo suyo en este camino de la resistencia a lo masticado. Una verdadera escuela para esos años de constante descubrimiento y búsqueda. Hasta, quizás, puedo decir que fueron mis setentas. O así parecieron. Algo bueno se auguraba por aquellos días de constante yirar por la calle.
Escuchar discos era todo un ritual: siempre lo hacíamos de a muchos y en la casa de alguno y con mucho volumen. Se discutían las letras e internalizabamos cada melodía como se fuese tocada por nosotros. En la mesa, mientras la música sonaba, nos acompañaba una hoya con fideos que terminaban como mazacote, pero que igual devorábamos con vino o con cerveza. Al costado de la comida, un cenicero repleto de colillas y de tucas, perfumaba la sala. La puerta del patio permanecía abierta para poder echar ese humo medicinal. Si algún tema causaba asombro por demás lo volvíamos a poner, hasta que nos cansábamos y pasábamos a otro disco.
A la noche todos a la calle, a vivir como nos dictaban nuestros sofistas rockeros. Mucha caminata, hacer las compras y la plaza que albergaba nuestras almas, que ponían sus labios en picos de plástico esperando no saber lo vendría después. Los momentos eran únicos y repetíamos el track todas las noches.

Hoy: quisiera que todo no concluya al fin.        

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