"Ahora es nuestra la ciudad.
Ahora es nuestra y nada mas.
Si no te gusta lo que ves andete a vivir Nueva York.
Si no te gusta como soy andate a morir a Nueva York.
Caretas, caretas, caretas, caretas."
Los Gardelitos
Voy a
empezar mencionando a la música como la única razón para estar acá. Es posible muchas
veces prescindir de la terapia, si encontras el disco indicado. Sí, lo sé, no
es tan sencillo llegar a él pero no es imposible. Cuando vas detrás de los
sonidos y de una poética que pueda ponerse en el lugar de las penas, podes
cruzarte con maravillosas obras que ya casi no se reproducen; con letras que
fueron quedando en el olvido y que solo las recuerdan personalidades con
trastornos obsesivos, tan solo por conmoverse un poco.
Mi amigo Nacho
con el cual crecí y al que todavía veo – y gracias a la vida compartimos una
banda de rock – hizo escucharme cosas magistrales. Tal es así, que por sus
capacidades argumentativas sobre la obra, más lo que mis oídos llegaban a
entender pude enamorarme de Queen y de las pinceladas de Brian May. Una
guitarra única, con los sonidos necesarios para entender hacia donde había que
ir. Éramos chicos, pero recuerdo bien su amor por esta banda. Logró
traspasármela. Después vinieron los sonidos de Pink Floyd y siempre gracias a
él. Estar inmerso en ese mar de intensidades, de pasajes fuera de cualquier
lógica posible para la escucha popular, me provocó una distorsión interna tan
grande que trastabillé con lo que era. Hasta ese momento no podía correrme del
rock “chabon”: La Renga, Viejas Locas, Los Gardelitos, que envolvieron un gran
trayecto de mis años y de los cuales aprendí e idolatré con furor. Y me estoy
olvidando de Los Redondos, ese gran postulado de una jerga que me arrinconó al
diccionario tratando de entender cada palabra que iba aprendiendo mediante la
escucha. A los de La Plata llegué por mis hermanos y terminé de quererlos a
raíz de un cassette que me prestó otro gran amigo: El Moty. Lo escuchaba todas
las noches antes de dormir y cada una de esas canciones aportó lo suyo en este
camino de la resistencia a lo masticado. Una verdadera escuela para esos años
de constante descubrimiento y búsqueda. Hasta, quizás, puedo decir que fueron
mis setentas. O así parecieron. Algo bueno se auguraba por aquellos días de
constante yirar por la calle.
Escuchar
discos era todo un ritual: siempre lo hacíamos de a muchos y en la casa de
alguno y con mucho volumen. Se discutían las letras e internalizabamos cada
melodía como se fuese tocada por nosotros. En la mesa, mientras la música
sonaba, nos acompañaba una hoya con fideos que terminaban como mazacote, pero
que igual devorábamos con vino o con cerveza. Al costado de la comida, un
cenicero repleto de colillas y de tucas, perfumaba la sala. La puerta del patio
permanecía abierta para poder echar ese humo medicinal. Si algún tema causaba
asombro por demás lo volvíamos a poner, hasta que nos cansábamos y pasábamos a
otro disco.
A la noche
todos a la calle, a vivir como nos dictaban nuestros sofistas rockeros. Mucha
caminata, hacer las compras y la plaza que albergaba nuestras almas, que ponían
sus labios en picos de plástico esperando no saber lo vendría después. Los
momentos eran únicos y repetíamos el track todas las noches.
Hoy: quisiera que todo no concluya al fin.