Gabriel Bastone |
"En mi adolescencia no quería ser escritor. Escribía, sí, sobre todo poemas, pero planeaba estudiar física y filosofía"
Abelardo Castillo
Los domingos a la tarde el marido de Gloria solía lamentarse
porque sabía que al otro día era lunes y otra vez tendría que ir a trabajar.
Tan triste se ponía que ni siquiera tenía ganas de coger. Solamente podía
hacerlo los viernes y sábado. Eso para ella era intolerable, ya que no podía
entender por qué su apetito sexual no era el mismo el viernes o el domingo.
Esos episodios de poca actividad sexual la llevaron a consultar un psicólogo.
Bah, en realidad, primero, lo habló con amigas y por consejo de ellas es que
terminó en un terapeuta.
Fue dos sesiones y dejó. Entendió que era algo que debía
resolver con su marido.
Así estuvieron semanas, cogiendo solamente los viernes,
hasta que Gloria de la desesperación, al ver que no reaccionaba ante sus quejas, le
gritó en el medio de la cara que lo estaba engañando. Los dos estaban en la
cama, desnudos, habían probado varias veces. Él se quedó en silencio y le puso
la mano en la espalda cuando la vio que lloraba desconsoladamente. “¡Ya no te
gusto más! ¿Es eso, no?”, le reprochaba entrecortada por el llanto. Siguió sin
decirle nada; sentía que no tenía las palabras precisas para aclararle su
angustia. Lo que se le ocurrió, entonces, fue mostrarle que no era ella el
problema y se hizo una paja para que viera que no se le paraba. “Ves, no se me
para. Y eso que hace casi un mes que venimos cogiendo un solo día por semana”,
le dijo, ofuscado. Se mostró abierto a
entender si lo engañaba, pero le pidió que terminara con sus demandas y que
comprenda su problema.
Gloria, indignadísima, siguió charlando con sus amigas de la
situación. Aunque ahora había decidido no arreglarse más para salir a la calle.
Ya no le importaba como la vieran, simplemente salía con lo puesto. A veces sin
corpiño, despintada, ropa rota o maloliente. Dentro de esas posibilidades es
que transitaba sus días. El marido ni se percataba de esta situación, la
desidia de ella se había traspasado a él. Andaba en calzones todo el día,
incluso hasta cuando venía alguna amiga de ella de visita. Además su panza
había crecido en dimensiones jamás imaginadas, la barba la tenía totalmente
desalineada y algunas de sus ropas las usaba sucias con restos de comida. Fue
tal la dejadez que sus amigas ya preferían hablarle por teléfono a Gloria.
El olor de la casa era nauseabundo.
El sodero había decidido dejarle el bidón de agua en la
vereda y ya llevaban acumulados cuatro de esos bidones. Ninguno de los dos
salía de la casa. El último mes ni siquiera comieron comida, solamente
chocolates que les habían sobrado de fiestas. Algunos estaban vencidos y de
todas maneras los comieron igual.
Panzones y llenos de granos, decidieron probar suerte otra
vez. Se desnudaron y ella le corrió los pliegues hasta que llegó a la pija y se
la empezó a chupar. Él totalmente absorto en como ella se la chupaba, se
concentró en mirarla y finalmente se le paró. Era lunes. Los dos contentos se
apuraron. Gloria se tiró en la cama, pero se vino abajo inmediatamente. Se
rieron. El marido, poseído por una Venus radical, se le abalanzó y en el primer
contacto cayó en seco de un paro cardíaco.